El 22 de julio conmemoramos el día internacional del trabajo doméstico. Conmemoramos las luchas de las trabajadoras domésticas, de sindicatos como UTRASD en Colombia y la confederación CONLACTRAHO en América Latina, que a punta de tenacidad y esfuerzo luchan hasta el cansancio por el reconocimiento social y los derechos de las trabajadoras domésticas. Pese a que el sector en nuestra región está por encima de los 14 millones de personas -con más del 90% siendo mujeres-, y que todos y todas quienes leen hoy esta columna conocen, han conocido o han trabajado con una trabajadora doméstica, su reconocimiento como seres humanos en una labor que debe ser dignificada, todavía está muy lejos de ser una realidad. Hoy les cuento solo dos ejemplos de la indignidad con la que seguimos tratando a quienes sostienen nuestras sociedades con este trabajo.
Escucho en podcasts, entre amigas y en el salón de clase, con cierta timidez, que las personas se refieren a las trabajadoras domésticas como la “niña que me ayuda” o la “señora que me ayuda”. Cuando puedo preguntarles porqué les dicen así, me dicen que se sienten mal de referirse a ellas como la trabajadora o la empleada doméstica o del hogar. Como si fuera un tabú el trabajo de cuidado, lo esconden en su lenguaje. No se sienten mal de decirle a su profesora, profesora, o a su abogada, abogada. Nunca le dirían a su médica, la señora que me ayuda a aliviarme. Tampoco le dirían a la contadora, la señora que me ayuda con los números. Saben que esa persona tiene un oficio, y la llaman sin miramientos de acuerdo con ese trabajo.
El problema de llamar a la trabajadora doméstica: “la señora que nos ayuda” es que precisamente ignora que esto es un trabajo. Que, como tal, debe ser remunerado de acuerdo con la ley y que merece un transporte que conecte debidamente los lugares donde se realiza. Que tiene una jornada laboral establecida, unas prestaciones sociales, y unos derechos y deberes asociados. Ignora que el trabajo de cuidado es trabajo, no solo ayuda y mucho menos amor. Esta frase contribuye a posicionar el trabajo doméstico, tan duro, tan largo, tan avasallador y tan desagradecido, como algo que no existe, como una mera colaboración. Eso pese a que es la labor más importante, al lado del cuidado no remunerado, para que otras mujeres -y hombres- podamos salir al mercado laboral, en una sociedad que sigue poniendo la carga de cuidado mayoritariamente sobre nuestros hombros.
El otro problema es esa sensación que se percibe en chats, en redes y en círculos sociales donde las empleadoras se creen dueñas de la trabajadora doméstica. Y digo sobre todo las empleadoras porque en las cadenas de cuidado somos las mujeres quienes generalmente contratamos y dirigimos a las trabajadoras domésticas en nuestros hogares. Escondiéndose tras un “ella es como de la familia”, expresan que ellas “tienen una trabajadora doméstica que usan ciertos días”. Aquí recalco el “tener” y el “usar”. Como si se tratara de una propiedad, las empleadoras hablan de la trabajadora doméstica como una máquina de lavar platos que tienen y que usan, y que también pueden prestar a otra empleadora que pueda necesitar.
Esta manifestación sigue ideas coloniales de propiedad, en las cuales se esclavizaban seres humanos en los hogares. Mujeres indígenas y negras, que hoy por hoy siguen sobrerepresentadas en el trabajo doméstico, eran tratadas como objetos dentro de los hogares. Se dedicaban día y noche a los quehaceres, a sacar a los niños y niñas adelante y a cuidar a los enfermos. Cuando llegaban los achaques de su edad, eran descartadas como muebles viejos.
Bajo la frase “ella es como de la familia” se pretende desvirtuar el trato de propiedad sobre la trabajadora doméstica. Pero como bien me lo han compartido muchas mujeres que se dedican a esta labor, ellas tienen sus propias familias, hijos a los que dejan en manos de alguien más para cuidar los hijos e hijas de sus empleadores. Y, además, no se sienten como de la familia cuando les dan la comida en plato y vaso aparte, cuando no las dejan comer la carne que comen los miembros de ese hogar, o cuando les revisan la cartera al salir de la casa para asegurarse que no se llevan un tomate.
Hoy que conmemoramos el trabajo doméstico, deberíamos empezar por dignificar a las trabajadoras domésticas como seres humanos que ejercen un trabajo con todas las de la ley. Más allá de “convertirlas” aparentemente en parte de nuestra familia, qué tal si les cumplimos sus derechos laborales, si reconocemos que su labor es trabajo y no ayuda, si entendemos que ellas son dueñas de su tiempo, de sus vidas y que no son nuestra propiedad. Qué tal si entendemos que ellas también tienen derecho a la ciudad y exigimos transporte público y buenos andenes en nuestros barrios para que sus recorridos no sean el martirio que son. Ojalá las tratemos con la dignidad que merecen en una sociedad sembrada en el cuidado que ellas nos brindan.
Sobre la escritora
Valentina Montoya Robledo
Investigadora Senior en Género y Movilidad del Transport Studies Unit de la Universidad de Oxford
Comentários